martes, 9 de marzo de 2010

Homenaje a Montemayor

LA AMISTAD ES UNA ACTITUD IDEOLÓGICA
por Juan Pablo de Ávila

Me he vuelto muy sensible.
Cosa que nada tiene de sensiblero.
Por eso cuando leí que Carlos Montemayor estaba enfermo de cáncer, de alguna forma bloqueé mi conciencia. Internamente me decía que su padecimiento era pasajero, que los buenos no se pueden ir en estos momentos en que México debe despertar; que no se valía que se fuera uno de los principales intelectuales orgánicos, mientras que hay tantos sujetos nefastos, acasillados de las prebendas del poder, asesinos e hipócritas que hacen de la letra un mercado.
Yo mismo me inventaba, que mañana, Carlos Montemayor se levantaría de su cama de hospital y retornaría a la Comisión de Enlace entre Guerrilla y Gobierno; que volvería a sus narraciones, a sus escritos, a sus poemas: su poema largo “Abril”, es un conjunto de versos, de los de mayor rigurosidad y fuerza semántica que se han escrito en nuestras letras. Montemayor fue uno de los pocos ensayistas que, con profundidad investigativa y con finura literaria, lograra deshebrar los retruécanos vaivenes de la guerra sucia que el Estado Mexicano le ha hecho a la “izquierda”, hasta nuestros días.
Su posible muerte anunciada rondaba mis lecturas. Me negué a admitir que Montemayor estaba grave. Y cuando mi compañera me mandó un mensaje en pleno trabajo matutino diciéndome lacónicamente que Carlos Montemayor había muerto, por un instante y, ante el grupo al que le impartía la clase de historia, se me cayó la belleza del universo, se me apagó la diminuta flama que ennoblece la existencia. Es esa tristeza profunda, honda, ésa que pica, que ahueca el bajo vientre, la que se me encajó aquella mañana, aún fría. ¿Por qué son los buenos los que se mueren?, sobre todo ahora, sobre todo hoy, que comienza otra vez la revuelta, la revolución de las ideas y los conceptos.
Cuando Montemayor publicó “Guerra en el Paraíso”, y se contrapuso al “intelectual inorgánico” de Aguilar Camín con “La Guerra de Galio”, sus ensayos y escritos se volvieron, para activistas y participantes de la izquierda mexicana, un referente fundamental. Literariamente, “Guerra en el Paraíso” es una cuña de criticidad y análisis, de evidencia y registro de la represión y genocidio que ha cometido el Estado Mexicano contra todo movimiento social.
En el 2004, participando en el Frente Zapatista, me habló el coordinador del área de Literatura de la Casa de la Cultura, Roberto Quevedo, y me dijo que si me interesaba presentar a un escritor que manejaba los rollos, de ésos que yo supuestamente dominaba, o sea, de indios y guerrilleros. Montemayor, ante todo era un hombre amable y cordial; siempre he pensado que la democracia se tiene en las manos y en los dientes, en la sonrisa. Montemayor presentaba su libro “Los Informes Secretos”, novela que devela los intersticios del espionaje mexicano, el sórdido mundo de la “inteligencia” represiva: la cloaca de la tortura institucionalizada.
Platiqué con Montemayor en el ya extinto restaurante “Los Pirules”, frente a unas entrañas bien fritas, especialidad de la casa, y un buen tequila. Nos unió el análisis y los cuestionamientos de la resistencia neozapatista. Carlos estaba muy interesado en descubrir quién era el aguascalentense Manuel Martínez Valdivia, uno de los guerrilleros muertos en el ataque al Cuartel Madera, en Chihuahua, acción que diera origen al principal grupo clandestino y subversivo mexicano: “La Liga 23 de Septiembre” que, curiosamente, también fue fundada por otro paisano: Ignacio Salas Obregón, alias “Oseas”.
Con el encuentro de intereses ideológicos, con la búsqueda de los “porqués” de los movimientos, la amistad nació. De la congruencia ideológica, de la capacidad analítica desde una visión de izquierda, para mí, inició una afección innata. No entiendo una fiel amistad sino es ideológica: filia de sentirte parte de una hermandad, de un anhelo que se persigue en común: comunión espiritual que no es sino polvorín de entendimiento, hoguera de replanteamientos. Yo me di a la tarea de buscar a aquel Manuel Martínez, porque el inicio de Montemayor con la novela fue una búsqueda similar: el reencuentro con un grupo de amigos asesinados. La búsqueda, de alguna u otra manera, de la amistad.
Montemayor era un chico bien, de ésos a los que papi les puede regalar la empresa, que viajan a Europa y que toman clases de piano y solfeo. Carlos fue de ésos que siguió al pie de la letra las órdenes de su padre convirtiéndose en abogado, profesión que nunca ejerció, aunque terminó nada más para satisfacerlo. A él, lo que realmente le atraía era la música y la poesía, creaciones que en su historia, también forjaría muy bien. Se fue a estudiar a México y cuando volvió supo que varios de sus amigos de su infancia y adolescencia aparecían como terroristas y bandoleros en las planas de los periódicos de su pueblo: Parral, Chihuahua. Montemayor reflexionaba: sus amigos no podían ser despiadados criminales o roba vacas, de los que hablaba el gobierno. La amistad que Montemayor tenía con ellos emanaba de la justicia, de la igualdad, de la afabilidad y de su visión ideológica: la amistad es una estructuración político-ideológica.
Para Montemayor quedaba muy claro que su gran amistad, asesinada en el cuartel Madera, era además señalada y vilipendiada como un acto de la más baja calaña. Montemayor, entonces, se lanzó a buscar por qué ese odio del Estado, por qué esa respuesta tan violenta del gobierno contra unos muchachos, que para Montemayor eran todo lo contrario a lo que decían las autoridades.
Montemayor comenzó la búsqueda de su propia amistad, inició con el inicio; por eso se fue a la selva, buscó los orígenes y se encontró con Genaro Vázquez, con Lucio Cabañas, con el Partido de los Pobres, con el grupo Lacandones o con la Liga 23 de Septiembre. Comenzó el estudio de la guerra sucia, el análisis de los movimientos armados, y el anecdotario de la lucha contra los últimos gobiernos dictatoriales que han hundido a México. Montemayor, tratando de explicar las respuestas de la violencia oficial, se convirtió en el analista más riguroso y analítico de una etapa histórica que, hasta la fecha, los gobiernos en el poder, tanto del PAN, mucho más del PRI, niegan o sencillamente encubren.
Mucho del desastre que hoy vivimos, de la inseguridad y la carencia de Estado de Derecho que hoy padecemos, mucho, tiene que ver con el hueco de justicia qué está aposentado en el terrible crimen que se cometió contra estudiantes y maestros, militantes y líderes sociales, y luego guerrilleros, o en muchos casos, sencillos simpatizantes, a quienes no se les aplicó todo el peso de la ley, sino que sencillamente se les negó la ley. La Dirección Federal de Seguridad, así como otros grupos, tuvo la impunidad para matar y desaparecer. Hoy, ese rebasamiento de la justicia lo vemos en el crimen organizado. No cuesta mucho seguir las cadenitas de corruptelas, de terror hasta nuestros días, de los Acosta Chaparro, de los Nazar Haro, de los Miyazagua, de “El Chino Maldito”, de los tantos y tantos torturadores que siguen, en muchos de los casos, caminando impunemente por las calles y plazas, mientras que en otras latitudes se lleva a la cárcel a los militares y hasta a los expresidentes, como el caso de Alberto Fujimori, en el Perú.
Aquí estamos muy distantes de que llegue, cuando menos, un viso de justicia. Montemayor fue uno de los pocos creadores que intentó que el crimen no continuara. Miseria de país tenemos, siento un hueco en la panza, sobre todo porque en esa búsqueda de la amistad, encontré al guerrillero que me había designado el escritor de “Chipas: la rebelión indígena de México”: Manuel Martínez Valdivia. El hermano más chico reconoció que Manuel era su hermano mayor; sin embargo, los más grandes, sobre todo la hermana, lo negaron rotundamente; la madre, una anciana que parecía tener alzhéimer enloqueció cuando mencioné el nombre de su “supuesto” hijo que, según esto, nunca había nacido. El miedo, el terror ocasionado es mucho, y esa amistad se diluye en historias soterradas. Finalmente, hace tres años, la última vez que vino Montemayor platicamos al respecto; él publicaba ya “Las Armas del Alba”, libro en el que, por fin, rescataba a sus amigos. Ahora comenzaba la historia de las mujeres involucradas con los guerrilleros, la historia de las madres, las esposas, las novias. Ya en impresión, en unas semanas saldrá “Las mujeres del Alba”. Desgraciadamente la historia de ese Aguascalientes sigue oculta.
Ahora Montemayor se nos ha ido y la historia continúa. El último año, el Ejército Popular Revolucionario realizó bombazos quirúrgicos en diferentes oleoductos en el municipio de Celaya, y paralizó varios centros industriales del país; sus acciones estuvieron encaminadas a presionar al gobierno de Felipe Calderón para que presentara a dos de sus “supuestos” militantes desaparecidos por el ejército. El gobierno primero lo negó, después tácitamente lo reconoció, situación muy grave para todo el sistema judicial que ni chitón dijo, y que al final concedió pactar con una Comisión de mediación de intelectuales.
Los desaparecidos, desaparecidos siguen hasta la actualidad y seguirán porque los intelectuales orgánicos, los activistas y militantes, son muy escasos, tan escasos como los amigos con los que compartes esperanzas, utopías, sueños ideológicos.

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